• Las normas de la casa japonesa


    El martes pasado una gran amiga mía me llamó unas cuantas veces, pero estando en pleno Born es difícil a veces escuchar el móvil.

    Cuando al final pude contactar con ella me dijo que estaba en un restaurante japonés (para ella el mejor de Mallorca) y que a ver si comía con ella. Yo encantada. Cogí allí un taxi y directa a tan improvisado y apetitoso encuentro.

    Cuando llegué me la encontré toda compungida y con la mirada baja dirigida a una tabla negra completamente vacía delante de ella en la mesa, sólo intuí restos de wasabi y de esa especie de lechuga rosa que sabe a colonia que tan poco me gusta.

    Me dijo que la habían obligado a comérselo. ¿Cómo que te han obligado? Y la pobre con carita de perro lastimero me dijo que como yo no la contestaba pensaba que tendría que comer sola y había pedido ya su bandejita de sushi completo.

    Y que cuando se lo sirvieron, en ese momento yo llamé para decirle que iba, pero el encargado viendo que estaba con el móvil, le dijo que dejara el móvil y que comiera lo servido pues si no se estropeaba y textualmente ‘hay que comerlo al instante’.

    Me quedé perpleja y como sé lo buena y sincera que es (además del tipazo que tiene que es mi envidia) la creí, pero si hubiera sido alguna otra amiga de las que tengo comilonas como yo, hubiera jurado que no me había querido esperar.

    Pido yo lo mismo, y a la cuarta pieza de sushi y con el calor que tenía se me fue el hambre por completo. La verdad es que estaban deliciosas. Pero pensé, me lo llevo a casa y ya tengo cena.

    Pues no, queridos amigos. Mi gozo en un pozo. Cuando se lo sugerí al camarero (siempre me da un pelín de vergüenza pedir llevarme la comida, pero era un caso flagrante de desperdicio sushil), éste me echó una regañina impresionante y textualmente me dijo

    ‘Señora, este sushi no sale de este restaurante. Con el calor que hace, es pescado fresco y aquí se queda’.

    Mi amiga le dijo que no entendía nada, pues sabía que había gente que encargaba pedidos y se los llevaba, y él todo cortante contestó:

    ‘Si señora, pero si me piden un pedido y se lo quieren llevar a Manacor, por decir algún sitio, por supuesto que no se lo dejo llevar’

    Como mi amiga iba a seguir protestando y yo estaba toda tranquila y serena, le toque la pierna con la mano para que callara y es entonces cuando me dio el ataque inmenso de risa.

    Se imaginan ustedes llamar a un restaurante para hacer un pedido y que cuando vayan a buscarlo les pregunten:

    ¿Hacia dónde va usted a dirigir sus pasos? ¿Va a ir usted en coche refrigerado o únicamente con las ventanas abiertas? Si va usted andando, ¿caminará por debajo de los árboles o donde le dé el sol de lleno? ¿Al llegar el sushi a su casa se lo comerán de inmediato o antes se pondrán a hacer un aperitivo, o a hacer el indio, por decir algo? ¿Me promete que no se parará a hablar con nadie e irá directamente a su casa?, etc, etc.

    Y bueno, puestos así, yo si fuera la dueña del restaurante les haría firmar un pliego de descargos o consentimiento informado en donde más o menos pusiera:

    ‘Una vez sacada la comida de este restaurante y que no sea dentro de la tripa del comensal, sino en bolsa, pedido, o cualquier otro medio, ‘El Restaurante’ no se hace responsable del mal uso que el cliente pueda hacer a nuestro estupendísimo y fresquísimo producto’.

    Al final mi amiga al salir del restaurante me confesó que antes de llegar había pedido un periódico, y el amable camarero le había dicho que en Japón era una falta de educación inmensa leer en un restaurante.

    Jo, qué normas. Si lo sé la invito a una hamburguesa en el kiosko Alaska con patatas fritas, salsa mostaza y de tomate, que están tan ricas y te las puedes comer de pie, chuparte los dedos y relamerlos y respirar el aire viciado de los coches, sin que nadie te regañe ni te ponga normas estrictas.

    La próxima vez lo tendremos en cuenta.


    P.D. El título de esta entrada va dedicado a uno de mis actores favoritos, el británico Sir Michael Caine, y su gran trabajo en la deliciosa, triste y emotiva película ‘Las normas de la casa de la sidra’.


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