Esa noche se me descomponía el estómago, no dormía temblando de angustia, y por la mañana ya no sabía que excusa poner a mi madre para librarme de tal padecimiento: dolor de garganta, fiebre (no sé cuántos termómetros me cargué acercando una llama al mercurio), dolor de oídos, etcétera, etcétera. Mi madre, expertísima en esa materia, pues antes de madre también había sido también niña y además como yo, la pequeña de su casa, se sabía de la misa la mitad, y no colaban mis supuestos sufrimientos ni con los lagrimones de cocodrilo que expulsaban mis ojos cual cascadas ni mis súplicas cual perro lastimero. Allí me encontraba yo unas horas después entrando en la consulta y directa a una sala llena de gente que leía tan tranquila. ¿Cómo podían leer tan tranquilos si estaban a punto de ser taladrados, inyectados, agujereados o incluso privados de alguna pieza de su preciada anatomía?
Ahora ya mayorcita, y con los avances en aparatología y sofisticación, mis miedos al “dentista” han desaparecido casi por completo y por ello me animé a empezar con un par de implantes.
Me pregunto yo: ¿Hay alguna persona que haya pasado la edad de merecer, que no lleve implantes? Es que si no, no puedo entender la proliferación de clínicas dentales especializadas en Implantología que van apareciendo de un día para otro por arte de magia. Pues que a mí me falte alguna pieza lo encuentro muy lógico (dada mi teoría de que al ser gemela el calcio de una se repartió entre las dos) pero el resto? Es que se criaron también con biberón o pelargón, y no con teta materna? No pienso ni me molestaré en consultar dicha encuesta pues tampoco creo en ellas y son muy injustas (recuerdo de jovencita cuando salía en la tele, en el telediario, por ejemplo, que los españoles hacemos el amor tres veces a la semana, oír a un hermano mío levantarse furioso y exclamar, ¿quién se está comiendo mis roscas? La verdad es que bien pensado y dada su adolescente edad, tenía un poco de razón en quejarse, aunque mi madre no lo entendiera así y le regañara efusivamente por decir cochinadas y palabrotas).
El caso es que después de mis implantes me convencieron para cambiarme las piezas delanteras y como ya casi ir al dentista es “jauja”, procedí a ponerme unas coronas y carillas preciosas. Y aquí está mi desasosiego, pues “vivo sin vivir en mí, que diría San Juan de la Cruz, viéndome cada vez que me miro en el espejo esa irregularidad en la línea de mis dientes. No los veo rectos, sino con varias alturas. Pero el caso es que mi familia entera y mis amigos más íntimos me decían una y otra vez que están rectos, y yo, ya harta de que no vean lo que para mí es tan evidente, me puse delante del espejo, abrí el cajón del mueble del lavabo y cogí lo primero que se me ocurrió, en este caso una muestrecita de crema facial, que tan gentilmente vienen a obsequiarme en mi perfumería de confianza y allí me la puse en la boca cual bocado, cogí el móvil y me hice un auténtico selfi. Me costó muchísimo esas maniobras, pero conseguí mi objetivo aunque fuera movido y turbio, y aquí está la foto y contentísima de haber demostrado lo que para mí era como averiguar la cuadratura del círculo la enseñé a mi familia y a los amigos que me discutían la perfección de mi sonrisa.
Pero después de mi “científico descubrimiento” he llegado a la conclusión de que muchas veces no tener la razón no es importante. Lo importante es cómo te ven los demás. En mi caso todos me veían guapísima y exultante con mi sonrisa. Ahora ya me puedo olvidar de que me vuelvan a decir que tengo “sonrisa profidén”. Me lo tengo más que merecido. Tomo nota.