Me he criado con una madre que siempre que tenía que decir una mentirijilla lo disculpaba diciendo que era una ‘mentira piadosa’, aseveración no compartida en la mayoría de las veces por mi padre, pues decía que con la excusa del ‘piadosa’ y según el baremo de la conciencia de cada uno, la mentira podía ser todo menos piadosa, es decir, tan grande como la copa de un pino.
En el colegio nos hacían confesar cada semana. ¿Y qué pecados puede tener una niña inocentona de seis, siete, ocho, y pocos años más? Pues eso: he dicho ‘alguna’ mentirijilla, o he desobedecido en casa a mis padres. Pues lo de ponerse pilfa de chocolatinas y demás guarrerías no entraba en pecado.
O al menos si entraba, yo lo ignoraba por aquellos entonces, y por lo tanto no lo era. Así que como si se tratara del teorema de Pitágoras yo me tenía aprendidos mis dos grandes pecados, para soltárselos de retahíla al Sacerdote y a otra cosa mariposa.
Recuerdo un día que me confesaba con un cura que ya nos avisaban que le gritáramos pues era sordo, que muerta de vergüenza que me oyeran todas las demás, le dije que no tenía ningún pecado, y el cura me dijo que eso era imposible, y que por ‘faltar a la verdad’ tenía que rezar un rosario entero, cuando la ‘penitencia normal’ eran tres ‘Aves Marías’ y un ‘Padrenuestro’.
Yo creo que todavía conservo la cara de traviesona, pues si no no entiendo la ‘lucidez’ de dicho sacerdote….
Eso me sirvió para la siguiente vez gritar tanto, que cuando terminé de confesarme, la monja me castigó con escribir cien veces ‘no volveré a gritar en misa’, pues había provocado estallidos de risa en todas las niñas de la capilla. Desde luego, lo que estaba claro es que hicieras lo que hicieras, te la cargabas. Vaya injusticia más injusticiera.
Así que ahora sólo digo pequeñísimas mentiras piadosas. Pues creo que si dijéramos todo lo que pensamos de todo y de todos, nos íbamos a quedar más solos que la una. Y también como mi madre, recibo alguna crítica de las personas más cercanas de mi familia, pero estoy segura, bueno, estoy más que segura que ellos también las dicen, pues si no podríamos tener día sí y día también ‘pequeñas discusiones domésticas morrocotudas’.
Nada odio más que cuando salgo a la calle con cara de acelga, me venga la querida amiga de turno y me diga: ¿qué mala cara tienes, estás bien? En ese momento ves una ambulancia y la haces parar como si de un taxi se tratara. Total, se lo podía haber callado: yo no podía ya en ese momento hacer más que darme pequeños pellizcos en los mofletes, para que se me pusieran un poco más sonrosaditos, cual Escarlata O’Hara en ‘Lo que el viento se llevó’.
Y cuando has logrado adelgazar dos míseros kilitos, con el esfuerzo de dos meses de privaciones en los que ya empiezan tus ojos a parecerse a los de los pescados que te han tomado a la planchita o herviditos; los brazos a un ‘plis’ de elevarse como alitas de pollo, de ese que ya también estás cansada de tomar, y la cara del color de la crema de calabacín y puerros y que te venga tu amiga, la que presume de ser la más sincera del mundo y te dice, ¿has engordado un poquito, eh?, ¡cómo se nota lo bien que vives!.
En ese momento la sinceridad de tu amiga se la pondrías por sombrero por no decir alguna cosa más fea, de esas que no te enseñaron las monjas.
Así que, si hay alguna persona que esté libre del pecado de decir alguna mentirijilla piadosa, que tire la primera piedra. Y si lo hay, que por favor me avise para evitar el pedrusco, pues puede que sea algo mentirosilla, pero tonta de remate, ¡hasta ahí podíamos llegar!